sábado, 31 de mayo de 2014

Manos en el balcón

Hola, tenía algo abandonado este espacio pero permítanme compensarlo. Dejen les cuento que recientemente participé en una convocatoria de cuento erótico, en la cual mi trabajo resultó ganador del segundo lugar, y salió en una pequeña antología por parte de la Universidad de Colima. Y pues aquí se los dejo, esperando que les guste.




Manos en el balcón

El plan para acreditar culturales era simplemente perfecto: ir a la función nocturna del teatro,   sentarme en el palco del último piso y jalármela mientras le veía las piernas a las bailarinas, bajo el pretexto de admirar su danza moderna. Y estaba seguro que nadie excepto yo, se sentaría ahí.
Cuando dieron la tercera llamada,  supe que tenía razón. Hasta que poco después, cuando el ambiente ya estaba caldeado, en aquella oscuridad apenas iluminada con luces azules, distinguí sus manos, como fantasmas lunares que flotaban sobre la baranda de enfrente. Sentí un hueco en el estómago, un escalofrío, una corriente eléctrica, todo a la vez. Había evidentemente alguien en el palco, y con suerte no se habría dado cuenta de mis acciones.
Las manos, pertenecían a un joven, vestido todo de negro que miraba el escenario sin reparar en nada más. Afortunadamente parecía no haberme visto, y por desgracia la imagen de sus manos de estatua colgando sobre el balcón, se adueñó  de mi cabeza.
La verdad es que la idea de que pudieran atraparme me excitaba aún más; pero pensar en ser descubierto por aquél tipo escondido en la penumbra del palco, me producía desasosiego. Habría mandado todo a la chingada y me habría ido de ahí para volver otro día, de no ser por sus manos. Tenía dos fetiches: uno eran las bailarinas en leotardos, y el otro era la piel blanca. Y esas manos eran de alabastro albino.
 ¡Puta! Yo no era gay, pero había algo en esas manos que invitaban a no dejar de verlas.  Llevar a cabo mis planes ya no era tan factible; iba a ser incomodo tratar de no pensar en mi misterioso vecino y  sus extremidades que parecían de porcelana gritando por romperse o romperlo todo a su paso.   
Rezaba internamente porque el tipo no fuera sino un fantasma, salido de algún infierno decidido a joderme,  y que cuando mirara de nuevo al palco  no se volviera a aparecer. Pero ahí estaba, con sus manos  retorciéndome la inspiración.
A media función mis ojos iban de las piernas desnudas del tablado, al horizonte de madera y poca luz que tenía frente a mí; me di cuenta que el hombre misterioso iba ganando la batalla por mi atención. Cada minuto la curiosidad sólo se incrementaba, haciendo cuestionarme por cómo sería poder verlas de cerca; corroborar si los dedos eran tan largos como se veían desde mi asiento o sólo sería ilusión ocasionada por la distancia.
Una voz sonó anunciando el intermedio. Decidí matar todas mis dudas y todas mis ansias estúpidas, y salí de mi palco para dirigirme al de él. Esperé prudentemente a que las luces se hubieran apagado de nuevo para acercarme. El tipo, elegantemente vestido de impecable negro, sentado como si el teatro le perteneciera, ni pareció darse cuenta que había alguien cerca suyo… Lo suficiente como para ver que su cara  era tan pálida como sus manos, y que ambas superaban mis más salvajes expectativas.
Eran largas más que grandes, con los dedos nudosos y de grosor perfecto. Tenían el tamaño ideal como para empuñar mi entrepierna y envolverla de hielo….porque esa piel, a la temperatura del teatro, tenía que producirme escalofríos.
Lo confieso, me había enamorado de sus manos.
Justo sentí que algo se despertaba otra vez allá abajo, cuando el sonido de una silla arrastrándose me sacó del ensueño. El hombre se levantó. Pasó sin mirarme, dejando que el olor de su loción se mezclara con el aire acondicionado… ¡Dios…¡  Sólo por esa vez, una vez y ya, en cuanto se acabara la obra me iría a ahogar en alcohol, para borrar el hecho de que acababa de ignorar a tres bailarinas semi vestidas por las manos titánicas de un hombre.
Pensar en ellas hacía que las mías comenzaran a sudar. Cerré los ojos y me abandoné a su idea, con el aire embriagado de perfume… quería lamerlas, quería restregarme contra esos nudillos que parecían de piedra… La inminente tirantez golpeaba contra mi pantalón, pulsando tanto que dolía, cuando los pasos del sujeto en cuestión resonaron en el pasillo. Traté de acomodarme en el asiento para disimular un poco,  pero noté que éstos dejaron de escucharse, y sin atreverme a voltear, no vi sus brazos moverse hasta que los tuve encima.
Sin decir nada, en un movimiento fugaz, el hombre envolvió mis manos en una suya, y las sujetó fuerte contra mi pecho en tanto la otra se encargaba hábilmente de bajarme el cierre y liberarme de todo. La sorpresa era tal que me paralicé, cuerpo y voz, quizás para mi propia suerte, o no sé qué habría hecho en el instante que sus dedos helados atraparon mi cuerpo e iniciaron el lento recorrido de arriba abajo.
Quería que se detuviera y al mismo tiempo quería que no parara nunca. De pronto me soltó, lo suficiente como para empujarme hacía adelante, sentarse en la silla y ponerme contra la baranda. Con los pantalones  caídos hasta las rodillas temblorosas, sus uñas comenzaron a recorrer todo a su paso dejándome la baja espalda llorando de calor, con su otra mano afianzándome por debajo para que no escapara, si acaso un grito.
   No había temor a ser vistos, la luz era escasa y los pisos superiores del viejo teatro eran nuestros. Él lo sabía perfectamente y me lo hizo saber en un susurro ahogado al oído, una mordida en la oreja después, un apretón de sus dedos abajo y yo daba a gracias a algún cielo raso por aquella soledad, por sus lengua bajando  por mi cuello.
Sus dedos habían dejado de trazar círculos e iniciaban el descenso por mi cuerpo, perdiendo sus dedos inquietos de saliva en partes prohibidas. Su índice parecía interminable como un collar de perlas que reptaba con la intención de acariciar un gemido, el nombre que no sabía.
Mi mente quería escaparse, correr hacía sus dedos que se afianzaban de mi vello rizado, hacía sus dientes buscando paso hacía mis huesos, a su mano húmeda abriéndose paso con cada latido del corazón. La música reverberando en el techo terminaba de llenar los huecos mentales que sus falanges de marfil no alcanzaban. Sentía las lágrimas escaparse por mi cara, las bailarinas y sus culos enormes allá abajo se  volvían borrosas, pero seguían alimentando las palpitaciones contra su mano helada y blanca, que se torcía en una curva sofocante y letal.
Temblando mudo, me deshice sobre el suelo en el último jalón,  en el último empuje, en la dentellada final, en el piso más alto del bendito teatro, que se volvió oscuro,  entre aplausos lejanos y el dolor de mis propias manos aferradas al balcón.