Manos en el balcón
El
plan para acreditar culturales era simplemente perfecto: ir a la función
nocturna del teatro, sentarme en el palco
del último piso y jalármela mientras le veía las piernas a las bailarinas, bajo
el pretexto de admirar su danza moderna. Y estaba seguro que nadie excepto yo,
se sentaría ahí.
Cuando
dieron la tercera llamada, supe que
tenía razón. Hasta que poco después, cuando el ambiente ya estaba caldeado, en aquella
oscuridad apenas iluminada con luces azules, distinguí sus manos, como
fantasmas lunares que flotaban sobre la baranda de enfrente. Sentí un hueco en
el estómago, un escalofrío, una corriente eléctrica, todo a la vez. Había
evidentemente alguien en el palco, y con suerte no se habría dado cuenta de mis
acciones.
Las
manos, pertenecían a un joven, vestido todo de negro que miraba el escenario
sin reparar en nada más. Afortunadamente parecía no haberme visto, y por
desgracia la imagen de sus manos de estatua colgando sobre el balcón, se
adueñó de mi cabeza.
La
verdad es que la idea de que pudieran atraparme me excitaba aún más; pero
pensar en ser descubierto por aquél tipo escondido en la penumbra del palco, me
producía desasosiego. Habría mandado todo a la chingada y me habría ido de ahí
para volver otro día, de no ser por sus manos. Tenía dos fetiches: uno eran las
bailarinas en leotardos, y el otro era la piel blanca. Y esas manos eran de
alabastro albino.
¡Puta! Yo no era gay, pero había algo en esas
manos que invitaban a no dejar de verlas. Llevar a cabo mis planes ya no era tan
factible; iba a ser incomodo tratar de no pensar en mi misterioso vecino y sus extremidades que parecían de porcelana
gritando por romperse o romperlo todo a su paso.
Rezaba
internamente porque el tipo no fuera sino un fantasma, salido de algún infierno
decidido a joderme, y que cuando mirara
de nuevo al palco no se volviera a
aparecer. Pero ahí estaba, con sus manos
retorciéndome la inspiración.
A
media función mis ojos iban de las piernas desnudas del tablado, al horizonte
de madera y poca luz que tenía frente a mí; me di cuenta que el hombre
misterioso iba ganando la batalla por mi atención. Cada minuto la curiosidad
sólo se incrementaba, haciendo cuestionarme por cómo sería poder verlas de
cerca; corroborar si los dedos eran tan largos como se veían desde mi asiento o
sólo sería ilusión ocasionada por la distancia.
Una
voz sonó anunciando el intermedio. Decidí matar todas mis dudas y todas mis
ansias estúpidas, y salí de mi palco para dirigirme al de él. Esperé
prudentemente a que las luces se hubieran apagado de nuevo para acercarme. El
tipo, elegantemente vestido de impecable negro, sentado como si el teatro le
perteneciera, ni pareció darse cuenta que había alguien cerca suyo… Lo
suficiente como para ver que su cara era
tan pálida como sus manos, y que ambas superaban mis más salvajes expectativas.
Eran
largas más que grandes, con los dedos nudosos y de grosor perfecto. Tenían el
tamaño ideal como para empuñar mi entrepierna y envolverla de hielo….porque esa
piel, a la temperatura del teatro, tenía que producirme escalofríos.
Lo
confieso, me había enamorado de sus manos.
Justo
sentí que algo se despertaba otra vez allá abajo, cuando el sonido de una silla
arrastrándose me sacó del ensueño. El hombre se levantó. Pasó sin mirarme,
dejando que el olor de su loción se mezclara con el aire acondicionado… ¡Dios…¡
Sólo por esa vez, una vez y ya, en
cuanto se acabara la obra me iría a ahogar en alcohol, para borrar el hecho de
que acababa de ignorar a tres bailarinas semi vestidas por las manos titánicas
de un hombre.
Pensar
en ellas hacía que las mías comenzaran a sudar. Cerré los ojos y me abandoné a su
idea, con el aire embriagado de perfume… quería lamerlas, quería restregarme contra
esos nudillos que parecían de piedra… La inminente tirantez golpeaba contra mi
pantalón, pulsando tanto que dolía, cuando los pasos del sujeto en cuestión resonaron
en el pasillo. Traté de acomodarme en el asiento para disimular un poco, pero noté que éstos dejaron de escucharse, y
sin atreverme a voltear, no vi sus brazos moverse hasta que los tuve encima.
Sin
decir nada, en un movimiento fugaz, el hombre envolvió mis manos en una suya, y
las sujetó fuerte contra mi pecho en tanto la otra se encargaba hábilmente de
bajarme el cierre y liberarme de todo. La sorpresa era tal que me paralicé,
cuerpo y voz, quizás para mi propia suerte, o no sé qué habría hecho en el
instante que sus dedos helados atraparon mi cuerpo e iniciaron el lento
recorrido de arriba abajo.
Quería
que se detuviera y al mismo tiempo quería que no parara nunca. De pronto me
soltó, lo suficiente como para empujarme hacía adelante, sentarse en la silla y
ponerme contra la baranda. Con los pantalones caídos hasta las rodillas temblorosas, sus uñas
comenzaron a recorrer todo a su paso dejándome la baja espalda llorando de
calor, con su otra mano afianzándome por debajo para que no escapara, si acaso
un grito.
No había temor a ser vistos, la luz era escasa
y los pisos superiores del viejo teatro eran nuestros. Él lo sabía
perfectamente y me lo hizo saber en un susurro ahogado al oído, una mordida en
la oreja después, un apretón de sus dedos abajo y yo daba a gracias a algún
cielo raso por aquella soledad, por sus lengua bajando por mi cuello.
Sus
dedos habían dejado de trazar círculos e iniciaban el descenso por mi cuerpo, perdiendo
sus dedos inquietos de saliva en partes prohibidas. Su índice parecía
interminable como un collar de perlas que reptaba con la intención de acariciar
un gemido, el nombre que no sabía.
Mi
mente quería escaparse, correr hacía sus dedos que se afianzaban de mi vello
rizado, hacía sus dientes buscando paso hacía mis huesos, a su mano húmeda
abriéndose paso con cada latido del corazón. La música reverberando en el techo
terminaba de llenar los huecos mentales que sus falanges de marfil no
alcanzaban. Sentía las lágrimas escaparse por mi cara, las bailarinas y sus
culos enormes allá abajo se volvían
borrosas, pero seguían alimentando las palpitaciones contra su mano helada y
blanca, que se torcía en una curva sofocante y letal.
Temblando
mudo, me deshice sobre el suelo en el último jalón, en el último empuje, en la dentellada final,
en el piso más alto del bendito teatro, que se volvió oscuro, entre aplausos lejanos y el dolor de mis
propias manos aferradas al balcón.